Por:
Aquiles Córdova Morán
En el mes que acaba de terminar y en los primeros días
del que acaba de comenzar, la Ciudad de México ha vivido jornadas de
preocupación y de creciente molestia a causa de la contaminación ambiental, que
ha alcanzado niveles que, según los expertos,
resultan ya peligrosos para la salud de los habitantes de toda la zona
conurbada del Valle de México. A decir verdad, a mí siempre me ha parecido
sospechosa esa determinación matemática exacta del punto a partir del cual la
suciedad del aire comienza a ser “peligrosa” o “nociva” para las personas, pues
pienso que la simple lógica que subyace siempre al sentido común, diría que si
una sustancia x (cianuro de potasio, pongamos por caso) es veneno para el
organismo, lo será siempre en cualquier cantidad que la ingiramos, y que la
diferencia entre consumir poco o mucho de ella consistirá solo en la gravedad
del daño causado, pero siempre habrá alguno por mínimo que sea. Dicho en pocas
palabras: la atmósfera que respiramos debe estar limpia siempre (al menos lo
más limpia que se pueda), libre de contaminantes nocivos de cualquier tipo y en
cualquier cantidad que sea, y no preocuparnos solo cuando alcanza niveles
visiblemente peligrosos.
Pero al margen de que nos parezca que hay mucho de
alharaca demagógica en el escándalo informativo y en las medidas “de
emergencia” que apresuradamente se toman cuando la contaminación rebasa un
punto matemáticamente calculado (como si respirar porquería por debajo de ese
punto fuera alimenticio), lo que por ahora me interesa más es examinar la
eficacia y alcances de esas mismas “medidas de emergencia”. ¿A qué se
constriñen tales medidas? A prohibir a los ciudadanos el uso de su coche (o de
cualquier automotor de combustión interna de su propiedad), que seguramente
adquirieron precisamente para circular en él o como herramienta de trabajo, con
lo cual se viola flagrantemente uno de los principios básicos, casi sagrados
podría decirse, de un régimen políticamente “democrático” y económicamente
autodefinido como “economía de libre empresa” o “de libre mercado”. Ese
principio no es otro que el respeto irrestricto a la propiedad privada,
propiedad que, a su vez, es definida por cualquier “Estado de derecho” como la
libertad de todo propietario para hacer uso y abuso de cualquier bien de su
propiedad, sin más límite que su conveniencia y voluntad soberana. Y ahora nos
salen con que “dice mi mamá que siempre no”, que puesto que la salud de todos
está por encima de cualquier derecho privado, los dueños de un vehículo
automotor solo podrán hacer uso de él cuando el poder público se los permita.
Muy bien, decimos nosotros. Pero si eso es así, entonces
la medida restrictiva deberá necesariamente alcanzar a todos aquellos que, de
una o de otra manera pero de modo cierto e indudable, contribuyen a la
contaminación del ambiente. Y no es así. La limitación de la libertad de
circular afecta solo (o al menos más severamente) a los propietarios
individuales y aislados, que no tienen, por lo mismo, ningún poder económico y
político para protestar y defenderse contra la medida; pero prácticamente no
toca a los poderosos pulpos del transporte de pasajeros y de carga, es decir, a
quienes poseen cientos y aún miles de unidades que circulan por todo el país y,
por tanto, también en la Ciudad de México, y que están perfectamente
organizados para defender sus intereses de grupo. Aquí se ubican también, desde
luego, los monopolizadores del transporte urbano en todo el Valle de México.
Las unidades de todos ellos, casi todas movidas con diésel, arrojan gruesos
chorros de humo negro por el escape a la vista de todos, es decir, contaminan
ostensiblemente, a ciencia y paciencia de las autoridades. Lo mismo ocurre con
las unidades que prestan servicio al gobierno de la ciudad, los camiones
recolectores de basura y las pipas que reparten agua o riegan parques y
jardines, que son verdaderas chimeneas rodantes que arrojan enormes cantidades
de humo a la atmosfera contaminando horrible e impunemente el aire que respiran
los capitalinos.
Para colmo de males, las medidas “de emergencia”, como lo
prueba la situación actual, no atacan el problema a fondo, no van a la raíz del
mismo y, por tanto, no son una solución radical y permanente; son simples
arbitrios improvisados para salir del paso, verdaderos mejorales para curar un
cáncer, razón por la cual podemos estar seguros que el problema volverá a
resurgir en el futuro, solo que corregido y aumentado drásticamente, tal como
está ocurriendo hoy.
Pero el carácter superficial y paliativo de las medidas
no debe ser atribuido a ineptitud, desidia o ignorancia supina de las
autoridades. La verdadera razón para no ir al fondo del problema y para no
adoptar las medidas correspondientes, radica en que una política de esa
envergadura afectaría intereses muy poderosos, con capacidad suficiente para
poner en muy serias dificultades la estabilidad política y económica del país.
Por ejemplo, los expertos ambientalistas aseguran que más del 90% de los
contaminantes de la atmósfera brotan de los escapes de los automóviles
privados, pero no faltan las voces de algunos conocedores que sospechan que ese
cálculo no es todo lo científicamente imparcial que debiera, y que, más bien,
está hecho con la intención de encubrir a los contaminantes más poderosos,
tales como las industrias que queman combustibles fósiles y las que producen
varios tipos de gases tóxicos que arrojan directamente a la atmósfera. Esto
vendría a sumarse a la protección de los gigantescos pulpos del transporte de
pasajeros y de carga.
Pero hay un responsable mayor del problema al que no se
le toca ni con el pensamiento, y ese es, precisamente, la industria del
automóvil y de los automotores en general. Resulta un verdadero contrasentido
quejarse tan estentóreamente de la contaminación que provoca el automóvil
privado y, al mismo tiempo, otorgar todas las facilidades a las empresas
fabricantes de automóviles para que se instalen en el país; o hacer la vista
gorda ante la intensísima campaña de medios para inducir al ciudadano a
adquirir un automóvil (o varios, uno para cada miembro adulto de la familia, si
su economía se lo permite), a crédito o al contado y, de ese modo, “realizar el
sueño de su vida”; o seguir gastando ingentes cantidades de dinero, que podrían
tener un mejor destino, para abrir nuevas “vías rápidas”, hacer pasos a
desnivel, puentes elevados, ampliar calles y avenidas, y ahora, en el colmo del
absurdo, construir carreteras, una sobre otra, a costos elevadísimos, con tal
de que las ciudades den cabida a más y más automóviles en sus calles. Es
también una inequidad flagrante, hacer responsable al propietario de un coche
por la cantidad de contaminantes que emite, mientras que a los señores
fabricantes se les deja en absoluta libertad para determinar todas las
características de su producto, sin ninguna responsabilidad social.
No hay duda: la terrible contaminación de la atmósfera
que respiran los habitantes de la Ciudad de México y de prácticamente todas las
grandes ciudades del país y del mundo, es responsabilidad, en última instancia,
de los grandes monopolios capitalistas, cuya preocupación fundamental y casi
única es la obtención de la máxima ganancia a costa de lo que sea, incluida,
desde luego, la salud de los consumidores que, a buen seguro, piensan que no es
en absoluto asunto de su incumbencia. Y no solo la contaminación atmosférica,
sino toda la depredación de los recursos naturales del planeta, que viene de
varios siglos atrás y cuyo próximo agotamiento está haciéndose visible bajo la
forma del calentamiento global, es también fruto del abuso que el capitalismo
irracional, el sistema económico más voraz e inhumano que ha conocido la
humanidad en toda su historia, ha hecho de tales recursos que, en estricto
derecho, pertenecen a toda la humanidad y no solo a un puñado de poderosos
monopolios ansiosos de ganancia. Planteado así el problema, la pregunta
obligada es: ¿Podrá algún día resolverse dentro de los marcos de este mismo sistema?
Lo más probable es que no.
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