Por: Aquiles Córdova Morán
Las formas de gobierno absolutistas, dictatoriales, autoritarias, se
caracterizan esencialmente por mantener a las masas populares apartadas de la
cosa pública, totalmente alejadas de la actividad de gobernar y sin ninguna
posibilidad real de participar en las grandes (y aún en las pequeñas)
decisiones que tienen que ver con sus libertades, con sus derechos y con sus
niveles de bienestar. En cambio, es casi un lugar común escuchar, y leer en los
grandes tratadistas de la cuestión, que la ventaja de la democracia frente a
los regímenes anteriores consiste, precisamente, en que ésta convierte a la
política en un asunto público, en que logra por primera vez que el arte de
gobernar deje de ser tarea sólo de los especialistas, de pequeños círculos de
iniciados, para pasar a ser tema de discusión y de interés de las grandes
mayorías y en que abre para éstas la posibilidad de intervenir y orientar las
decisiones trascendentales que les atañen.
Sin embargo, no todos los que se dicen demócratas, y hablan de la
cuestión en cuanta ocasión se les presenta, entienden el concepto de la misma
manera y se apegan estrictamente al requerimiento esencial del mismo a que nos
hemos referido hace un momento. Muchos, la inmensa mayoría me atrevería a
decir, tienen un concepto restringido y francamente utilitarista de la
democracia. Para ellos, ésta sólo puede y debe consistir en el derecho del
pueblo a elegir libremente a sus gobernantes mediante el voto universal,
directo y secreto; pero una vez hecho esto, debe renunciar a toda otra forma de
participación en la vida pública, dejando en manos de los elegidos, de los que
“sí saben”, la tarea de construir, a su leal saber y entender, sin ningún tipo
de interferencias, la felicidad de sus electores. En síntesis, para la
generalidad de los políticos, la democracia se reduce al derecho de la masa a
darse un amo con poderes absolutos para decidir sobre vidas y haciendas.
Como entiende cualquiera, este punto de vista contradice lo que los
teóricos consideran como el lado más amable y progresivo de un gobierno
democrático. Para que éste sea tal, no basta con que sea elegido libremente por
los ciudadanos; es necesario, además, que no sólo permita sino que, aun,
fomente distintas formas de participación activa de las mayorías, de manera que
éstas, con su acción, acoten el poder de los distintos organismos
gubernamentales para evitar que se desborden y atropellen al ciudadano
indefenso, y orienten las decisiones más importantes de todo el aparato,
garantizando así que sean siempre tomadas y ejecutadas, pensando en el
beneficio de todos y no sólo en el de los pequeños grupos privilegiados.
Ahora bien, la forma más concreta y eficiente en que pueden participar
las masas en el quehacer político de una nación, con probabilidad de éxito, la
constituyen las organizaciones sociales. En efecto, dichas organizaciones no
solamente les permiten unificar criterios sobre los distintos problemas que las
afectan y, por tanto, proponer soluciones efectivas y racionales a los mismos;
también son remedio eficaz en contra de la pulverización de fuerzas
característica de los grandes conglomerados no organizados y, por lo mismo, una
vía segura para ganar peso específico en el panorama nacional y, con ello,
aumentar sus posibilidades de ser escuchados y atendidos en sus planteamientos.
Quienes ven en la profesión de fe democrática sólo un buen disfraz para
alcanzar el poder por vía legítima para luego volverlo en contra de quienes lo
llevaron a él, le temen como a la peste a las organizaciones sociales
justamente porque ven en ellas el mejor antídoto contra sus mal disimuladas
inclinaciones dictatoriales. Llegan, en su inquina, a declarar que organizarse
para la defensa de los intereses colectivos es un delito al que hay que
perseguir sin reparar en los medios para ello. Están equivocados. Organizarse
no solamente es un derecho consagrado por la Constitución General de la
República; la misma definición clásica de Estado implica que la sociedad puede
y debe darse todas las estructuras (y no sólo las propiamente gubernamentales)
que considere indispensables para la estabilidad del todo. Así, la organización
popular no es sólo un derecho; es, debe ser, parte esencial de un Estado
verdaderamente democrático.
Un gobierno que se dice demócrata y conculca el derecho a la libre
asociación ciudadana, o simplemente la ignora no dialogando con ella ni
respondiendo a sus demandas, no sólo es una contradicción evidente; es, además,
una amenaza a la paz por cuanto que cierra lo que, en más de una ocasión, es la
única válvula de escape a la presión social.