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Por: Aquiles Córdova Morán |
Si partimos de una configuración social
determinada como algo dado e inmodificable, la economía (la actividad
productiva que se realiza en su seno) queda sujeta a principios y leyes que
necesariamente deben cumplirse para alcanzar los objetivos que esa sociedad se
traza. De aquí que haya quienes hablen de principios o leyes universales de la
economía que el hombre no puede cambiar ni modificar a voluntad, y a las que
debe someterse voluntaria o involuntariamente. Y ciertamente, dado que tales
leyes o principios surgen, repito, de una determinada organización social
aceptada como punto de partida, no pueden hacerse a un lado, cambiarse o
modificarse, si no es cambiando o modificando, poco, mucho o radicalmente, la
configuración social que las origina.
Pero, puesto que tanto la organización
social como la actividad productiva en su seno son el resultado de la actividad
de los seres humanos a lo largo de su historia, resulta evidente que ambas,
sociedad y economía, pueden ser modificadas o sustituidas por algo mejor cuando
sus constructores lo decidan (a qué costo y bajo qué circunstancias, es algo
que cae fuera de este artículo). Por tanto, las leyes y principios que
gobiernan a ambas, universales en algún momento pero nunca eternas, no pueden
ser tratadas ni acatadas como la ley de la gravedad o las de la mecánica
cuántica, tal como pretenden quienes se sienten dueños de la verdad definitiva
y heraldos del último eslabón de la evolución social.
Ahora bien, la economía capitalista o de
mercado requiere, para su correcto funcionamiento, de: a) una clase social
minoritaria que, por diversos modos, caminos y mecanismos que aquí no podemos
detallar, ha logrado concentrar en sus manos la mayor parte de los medios de
producción (o sea, todo lo que de alguna manera y en distinta medida es necesario
para la elaboración de los bienes materiales que la sociedad reclama para vivir
y desarrollarse); los medios de circulación (dinero en todas sus formas y
funciones); y todos los medios de vida (alimentos, ropa, zapatos, medicinas,
etc.). b) De una gran masa social privada de los elementos antes dichos y, por
tanto, obligada a trabajar al servicio de la primera a cambio de un salario que
le permita sobrevivir junto con los suyos. c) Ambos sectores, el de los
poseedores y el de los asalariados, requieren un mercado donde poder comprar y
vender lo que su función social y su vida biológica y espiritual les reclaman.
d) En medio de ellos, debe haber un importantísimo grupo (que por economía de
espacio llamaremos “clase media”) que desempeñe una gran variedad de tareas,
sin las cuales los otros dos sectores no podrían realizar las suyas. Por encima
de todos y garantizando la estabilidad del conjunto, debe hallarse el Estado.
Esta es una síntesis muy apretada de la
configuración de una sociedad productora de mercancías. Repito: el estrato
dueño de los medios de producción, la masa de los asalariados, la clase media
dueña de múltiples e importantes destrezas, el mercado y el Estado garante del
conjunto. Si alguno de estos factores falta, o por alguna razón no cumple
correctamente su función, la producción de mercancías se paraliza o se torna
insuficiente en cantidad y calidad, y la sociedad entera lo resiente. En una
sociedad como ésta, el interés fundamental de la producción económica se
desplaza de la satisfacción plena de las necesidades sociales a la persecución
de la máxima ganancia para el capital, para el inversionista privado que se ha
convertido, ahora, en el eje central de todo el engranaje económico.
La sociedad entera trabaja para
incrementar su riqueza, pues de otro modo, no dispondría de los recursos
suficientes para invertir, crear empleos, mejorar la producción en cantidad y
calidad y, como resultado de todo ello, volver a incrementar su riqueza. El
ciclo del capital. ¿Y qué es la riqueza en la sociedad capitalista? Es decir,
¿en qué consiste aquello que se acumula en manos privadas? A primera vista, la
respuesta parece obvia: es el dinero. Sin embargo, nadie vive solo del dinero,
puesto que en esa forma, la riqueza ni se come, ni se viste, ni cura ni educa
directamente.
Desde la primera línea de “El Capital”,
Marx responde con toda claridad a esta cuestión: “La riqueza de las sociedades
en que impera el régimen capitalista de producción se nos aparece como un
«inmenso arsenal de mercancías» y la mercancía como su forma elemental”. Es
decir, Marx deja claro desde el principio de su análisis que la riqueza no es
ni puede ser el dinero, ni su equivalente en tierras, minas, depósitos de
petróleo y minerales, bosques o empresas públicas adquiridas a precio de regalo
de manos del Estado.
Todo eso puede ser llamado riqueza, y
hasta confundirse con la verdadera riqueza, por falta de rigor intelectual o
por abandono (voluntario e involuntario) del lenguaje técnico. En un sentido
potencial, se puede llamar rico al poseedor de mucha tierra, al dueño de minas
o de campos petrolíferos, pero en sentido actual eso es un error. ¿Por qué?
Pues simplemente porque, en tal estado, nada de eso es mercancía y, por tanto,
no puede producir ninguna ganancia a sus poseedores.
En el desarrollo de su obra, Marx define
al capital, con el rigor que lo caracteriza, como dinero que se autoincrementa,
como dinero que produce más dinero a su poseedor. Y, puesto que no se trata de
una criatura biológica que pueda reproducirse por vía sexual (o asexuada), se
vuelve necesario seguir con todo cuidado el curso del dinero, desde que llega
al mercado para adquirir medios de producción y fuerza de trabajo, hasta que
retorna a él en forma de nuevas mercancías fabricadas por el obrero en la
empresa del capitalista que lo ha contratado.
Así descubre Marx que, al vender las
nuevas mercancías que acaba de fabricar el obrero, el capitalista retira ahora
más dinero que el que invirtió en medios de producción y en fuerza de trabajo.
El dinero inicial se ha incrementado, y Marx se pregunta: ¿por qué? ¿Cuál es la
diferencia entre el momento de la compra de medios y fuerza de trabajo y el de
la nueva venta? No hay duda, concluye: la diferencia no es otra que la mano del
obrero, la elaboración que ha hecho de los elementos que el capitalista puso a
su disposición, convirtiéndolos en una mercancía nueva y útil para la vida
humana.
Y esto que hace la mano del obrero, no
lo puede hacer la riqueza muerta en manos del capitalista. Ni las minas, ni la
tierra, ni los yacimientos petrolíferos, ni las empresas compradas a precio de
regalo al Estado pueden transformarse por sí solas en mercancías. Para que todo
eso produzca riqueza, y una riqueza mayor que la originalmente invertida, la
tierra debe ser cultivada, la mina explotada, el petróleo extraído del seno de
la tierra, etc. Y eso solo lo puede hacer la mano del obrero.
El “maestro Marx”, pues, no se equivocó
cuando dijo que es ley universal de la sociedad capitalista que la riqueza que
acumula el dueño de una empresa provenga, siempre y únicamente, del trabajo no
retribuido al obrero asalariado, que él llamó plusvalía. Aunque tampoco se
olvidó de decir que, así como el capitalista no puede obtener ganancias sin el
trabajo del obrero, el obrero tampoco puede producir nada sin los elementos que
el capitalista pone a su disposición en el taller; ni puede mantener su vida y
la de los suyos sin el salario que le abona el capitalista. Obrero y
capitalista son un ejemplo vivo de la unidad y lucha de contrarios descubierta
por Hegel: sus intereses son antagónicos, pero el uno sin el otro no pueden
existir. No, al menos, dentro de la configuración social capitalista.
Venir a decir ahora que en México “esto
no aplica” porque aquí la riqueza de las clases altas es pura dádiva del gobierno,
sorprende y preocupa porque, además de un grave error de teoría, conlleva una
injusticia y un peligro. La injusticia estriba en que se niega el papel del
capitalista y del obrero en el proceso de producción de la vida de la sociedad,
convirtiéndolos en simples parásitos sociales. Y de aquí el peligro, pues un
parásito no solo es prescindible; es perjudicial y debe ser erradicado. ¿Qué
será de México sin inversionistas ni inversión privada productiva en una
configuración social capitalista? ¿Qué país de nuestro tiempo vive sin ellos?
¿Y los obreros? ¿Solo les daremos algo por compasión y humanismo, pero no
porque aporten algo a la sociedad?
El papel del Estado en la economía es
conocido desde los griegos del siglo de Pericles. Pero su acción no produce
riqueza, sino solo la redistribuye; genera desigualdad, pero no riqueza
adicional. Stiglitz, por ejemplo, dice: “Gran parte de la desigualdad que
existe hoy en día es una consecuencia de las políticas del gobierno, tanto por
lo que hace como por lo que no hace” (Ver “El precio de la desigualdad”, p.
75). Y dice más: acusa a las clases altas, norteamericanas y del mundo, de ser,
más que productoras de riqueza, “buscadoras de rentas”, es decir, perseguidoras
de ganancias provenientes, no de su actividad productiva, sino de maniobras
especulativas y, precisamente, de dádivas abiertas o encubiertas del gobierno.
Dice: “La búsqueda de rentas asume
muchas formas: transferencias y subvenciones ocultas y públicas por parte del
gobierno, leyes que hacen menos competitivos los mercados, una aplicación laxa
de las leyes vigentes sobre la competencia y unos estatutos que permiten a las
grandes empresas aprovecharse de los demás, o trasladar sus costes al resto de
la sociedad” (op.cit.). Añade más adelante a los monopolios, la política fiscal
regresiva, el abasto al gobierno con sobreprecios, la adquisición de empresas a
precio de regalo, el engaño al público aprovechándose de la “asimetría en la
información”, etc.
Pero
todo esto lo aduce Stiglitz para explicar la creciente desigualdad, en EE. UU.
y en el mundo, y para llamar a los gobiernos a no seguir por este camino. No
para explicar con ello la producción de riqueza material en aquel país, ni
mucho menos para declarar a EE. UU., sobre esa base, una excepción universal,
como se quiere hacer con México.