Por: Aquiles
Córdova Morán
Creo
que es consenso universal que todos los seres vivos poseen eso que se llama
instinto de conservación o de sobrevivencia. Este instinto, cualquiera que sea
su origen o su naturaleza biológica profunda, es el que los hace reaccionar
ante el peligro aunque no a todos de la misma manera, sino de acuerdo con la
agudeza del peligro y con la especie de que se trate: unos huyen, otros se
esconden, otros más emplean la astucia para despistar al enemigo (fingiéndose
muertos o mimetizándose, por ejemplo), algunos se defienden haciendo frente al
enemigo, y los hay que se defienden contraatacando a quien los ataca. Hay
también los que, poniendo de manifiesto una especie de fatalismo o resignación,
se entregan a quien los persigue sin luchar, lo que no quiere decir que no les
importe vivir tanto como a los demás.
Pues
bien, los países que pueblan la superficie de nuestro planeta pueden
considerarse, desde ciertos puntos de vista, como organismos vivos y, como
tales, podemos dar por hecho que también poseen un cierto instinto de
conservación, una cierta voluntad de perdurar y trascender en el tiempo. Dicho
“instinto” es lo que se conoce como nacionalismo, como sentido de identidad u
orgullo nacional. El surgimiento y consolidación definitiva del Estado moderno
tuvo lugar en los últimos decenios del siglo XVIII y los primeros del XIX, y
fue el fruto y la consecuencia de la desintegración del último de los imperios
de viejo tipo (que se basaban en la aglutinación forzosa de pueblos de
diferentes razas, lenguas, culturas y territorios), el llamado imperio
centroeuropeo cuya disolución fue seguida, contra todo lo esperado, por un
pronunciado debilitamiento del sentido de nacionalidad que se manifestó en el
gran prestigio y difusión que alcanzó en esos años el ideal de un internacionalismo
de nuevo tipo que sustituyera al imperialismo antiguo; es decir, un
internacionalismo entendido como el reino de la convivencia, la paz, la
solidaridad y el progreso compartido entre todos los pueblos de la tierra.
John A.
Hobson, un destacado economista inglés cuya obra pionera sobre el nuevo
Imperialismo capitalista en formación fue publicada por primera vez en 1902,
dice al respecto: “En vísperas de la Revolución Francesa, todos los sabios que
había en Europa –Lessing, Kant, Goethe, Rousseau, Lavater, Condorcet,
Priestley, Gibbon, Franklin– se sentían más ciudadanos del mundo que de un país
determinado. Goethe confesaba que no sabía lo que era el patriotismo y que se
alegraba de no saberlo. Los hombres cultivados de todos los países se sentían
como en casa en cualquier círculo refinado de cualquier parte. Kant se
interesaba mucho más por los acontecimientos de París que por lo que pasaba en
Prusia (John A. Hobson, Estudio del Imperialismo. Ed. Capitán Swing Libros,
Madrid, España, 2009, p. 23). Hobson estaba absolutamente en lo cierto. La
creación del Estado nacional moderno no fue obra del pensamiento político y
económico-social más avanzado, sino de los distintos grupos burgueses
emergentes en las distintas regiones del planeta al calor del nuevo siglo (el
XIX) y de la Revolución Francesa. Teniendo esto en cuenta, se puede asegurar
que la creación de los diversos Estados nacionales no fue más que un primer
reparto del mundo entre grupos de interés que se habían hecho ya
suficientemente poderosos como para reclamar su parte del planeta. Sin embargo,
el Estado moderno no solo benefició a los poderosos sino también a las
mayorías: acercó y unió más estrechamente a los pueblos apoyado en la identidad
de raza, lengua, territorio y cultura, y mejoró con ello sus condiciones para
luchar y defender su porción de territorio y su derecho a la vida y al
bienestar frente a la clase rica de su propio país.
Si esto
es cierto, tal reparto del mundo no fue algo planeado, previamente
racionalizado, sino resultado espontáneo de la correlación de fuerzas existente
entre las distintas élites económicas y políticas del momento. Por tanto, no
pudo garantizar un reparto equivalente de territorio, riqueza vegetal, mineral,
fuentes de materias primas, recursos energéticos, costas, ríos, lagos, etc. La
división “espontánea” resultó sumamente desigual y, por ende, dio origen a un
muy desigual desarrollo económico, social y político de las naciones, es la
causa de la existencia de unos cuantos países inmensamente ricos que explotan y
subyugan a la inmensa mayoría de países pobres y rezagados. De este desarrollo
desigual nació, según Hobson, la necesidad de un nuevo imperialismo, del
imperialismo moderno a cuyo estudio dedica su libro; del imperialismo que ha
sido el responsable directo de las dos guerras mundiales del siglo XX y de las
guerras locales actuales; de la terrible precariedad de la paz mundial y del
injusto reparto de la riqueza mundial, que ha engendrado un minúsculo puñado de
mega millonarios que medran en medio de un inmenso océano de pobreza de las
mayorías.
Este
imperialismo es el peligro que amenaza a los países débiles, pobres y rezagados
como el nuestro; es lo que debiera obligarnos a revitalizar y difundir nuestros
valores nacionales, nuestra cultura, nuestros héroes y nuestras bellezas
naturales, a fin de reforzar el muro de contención de la invasión y el
sometimiento que nos amenazan. El ataque sutil del poder mundial contra este
muro defensivo viene de muy atrás; pero en los últimos tiempos se ha hecho más
agresivo y descarado y se desenvuelve en tres frentes: los medios informativos,
la globalización económica y las “revoluciones de colores”. Gracias al control
de los medios, hoy tenemos una visión invertida de la realidad: llamamos
agresores, dictadores, asesinos, terroristas, a las víctimas de la agresión y
la ambición imperialistas, y, en cambio, aplaudimos sin reservas todo lo que se
nos venda con el sello “made in USA”. Hemos perdido el sentido crítico. Gracias
a la globalización nos hemos quedado indefensos ante la invasión comercial y de
capital extranjero, hemos perdido el control de nuestro sistema financiero y
hemos permitido la ruina de los campesinos y pequeños productores del campo y
la ciudad, mientras que los prometidos beneficios en tecnología, crecimiento
económico sostenido y bienestar social generalizado no acaban de llegar ni se
ve para cuando lo hagan. Y gracias a los “colores” con que se nos venden las
agresiones armadas a los países débiles, olvidamos solidarizarnos con esos
países, con nuestros hermanos latinoamericanos que luchan por sacudirse el yugo
de las potencias hegemónicas. Hemos perdido la sensibilidad y el humanismo de
otros días.
Y como
si todavía faltara algo, nuestras efemérides patrióticas están a un paso del
bote de la basura, totalmente subordinadas a las “conquistas laborales” de los
trabajadores de la educación; la inversión del Gobierno en el rescate,
desarrollo y difusión de nuestra cultura nacional, vasta y diversa, es casi
simbólica; y desde los medios y la calle se ataca, sin plan ni concierto, al
Gobierno de la nación, con razón o sin ella. Para aislarlo aún más, se ataca
también a quienes se piensa que son sus aliados, aunque con ello se haga el
juego a maniobras muy extrañas, con fuerte olor a desestabilización financiada
desde el exterior. Es el caso de los reiterados ataques contra el Movimiento
Antorchista Nacional, al que se mete a fortiori y sin ninguna base en el mismo
saco violento que otros grupos conocidos, y del cual hoy se arma un escándalo
mediático montado sobre una calumnia infame y absolutamente inventada, mientras
se callan o se hacen críticas “light” a verdaderos actos de desestabilización
nacional. Parece que hubiera un acuerdo tácito con quienes desean imponernos un
gobierno sometido a sus intereses.
Quienes
hacen eso, ignoran que no hay país rico o con un futuro promisorio que no
inculque a su pueblo, por todos los medios a su alcance, el orgullo nacional y
la firme decisión de defender su territorio, sus recursos y su soberanía. Es el
caso de los países de capitalismo más avanzado, incluidos los propios Estados
Unidos, como nos lo recuerda Trump todos los días. Y es el caso de China,
Rusia, India, Cuba y Venezuela en el bando de los que quieren un mundo
equitativo y pacífico. Recusar el nacionalismo alegando que es solo chovinismo,
xenofobia, y temor a lo diferente y no instinto de conservación nacional
también, es particularmente peligroso en momentos de riesgo. Renunciar a esa
fuerza espiritual frente al imperialismo más voraz que ha conocido la historia
es entreguismo, es renuncia al derecho a la vida, es suicidio. Una eventual
victoria de MORENA nos colocaría ante esta grave disyuntiva: o López Obrador se
pliega a los yanquis y su “renovación nacional” quedaría en agua de borrajas; o
sufriría un ataque tanto o más devastador que el Presidente Maduro.
Entenderíamos entonces que no basta un caudillo inspirado; que hace falta,
además, un pueblo unido, educado, politizado y armado de un nacionalismo
revolucionario a toda prueba, para crear una nación renovada, equitativa y
próspera. Solo que entonces tal vez sea demasiado tarde.
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