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Redacción/Quihubole!!!
Por: Aquiles Córdova Morán
CIUDAD DE MÉXICO.- a 27 de marzo de
2019.-Comencemos por recordar que el neoliberalismo fue liberalismo a secas
antes de ser lo que es. Y ¿qué es el liberalismo? Es la filosofía que sintetiza
el sentir y el pensar de la burguesía, es decir, de la clase que ha llegado a
convertirse en la dominadora del mundo gracias a la concentración en sus manos
de la riqueza material y del poder político a escala global.
La burguesía, como toda clase en
ascenso, fue en sus orígenes una clase revolucionaria que luchaba por derribar
las trabas feudales que impedían el desarrollo del pensamiento humano y el
despliegue de todas las capacidades creadoras del hombre. En otras palabras,
luchó contra todo aquello que se oponía al progreso material y espiritual de la
sociedad. El pensamiento escolástico de la Edad Media y la sujeción absoluta
del individuo a los dictados de la sociedad y el Estado teocráticos de entonces,
fueron los obstáculos principales que había que vencer. De ahí que colocara en
el centro de su programa de lucha la reivindicación de la “diosa razón” y el
rescate de la dignidad y el valor intrínseco del individuo, de sus derechos y
libertades frente a la tiranía de la sociedad feudal.
Liberalismo, como dicen muchos, viene de
“libertad”. Pero, ¿de qué libertad se trata? Los pensadores liberales mismos no
dejan lugar a la duda. Libertad política, libertad de sufragio, de pensamiento,
de opinión, de imprenta. Pero sobre todo y por encima de todo, respeto
irrestricto al derecho de propiedad, libertad de empresa, de comercio, libertad
de contratar entre ciudadanos iguales ante la ley y, en particular, entre
obreros y patrones, para materializar la producción y venta de mercancías y el
uso del dinero como combustible de la actividad productiva. Y como marco a todo
esto, la inviolabilidad y superioridad del individuo frente a la sociedad y al
Estado, de modo que ambos, lejos de oprimirlo y someterlo como en el pasado,
deben servir para factibilizar el ejercicio de todas sus libertades y derechos,
logrando de ese modo la armonía y la paz social.
El liberalismo es, pues, la exaltación
del individuo frente a todo y frente a todos; es el individualismo llevado a su
máxima expresión, por contraste con lo que ocurría en la sociedad feudal en la
cual, según la Iglesia, sus mejores obras eran “como trapo de inmundicia” a los
ojos de Dios. Fue y es la matriz del humanismo burgués, el que hace al hombre
sujeto de virtudes y derechos inherentes a su naturaleza, sin necesidad de
ningún otro requisito para merecerlos. Así dicho, todo parece miel sobre
hojuelas. Pero la verdad es que esta revalorización del ser humano se funda en
una fictio juris: la igualdad plena de los individuos en el seno de la
sociedad, lo cual está muy lejos de ser cierto. Darse cuenta de esto es
descubrir que el paraíso político, económico, intelectual y legal creado por el
liberalismo, está hecho a la medida de la burguesía y solo de ella, la cual comienza
a disfrutar del mismo no bien alcanza su objetivo de convertirse en clase
dominante. Para los demás, nunca fue ni es otra cosa que un buen señuelo para
sumarlos a la causa y a la lucha de la burguesía.
De lo que se trataba realmente era de
reconfigurar la sociedad feudal para adecuarla a las necesidades del capital
productivo, de la libre empresa, de la producción de mercancías y del libre
mercado. Hacía falta para ello conquistar la libertad política, la libertad de
sufragio, liberar las potencialidades intelectuales y físicas del ser humano
para ponerlas al servicio del capital. Era indispensable revalorar al
individuo, su libertad e independencia, para ponerlo en condiciones de vender
su fuerza de trabajo sin intervención del Estado, sin que el Estado tuviera
mayores facultades para intervenir en la vida y la actividad social, salvo las
que más arriba dejamos sugeridas. Justamente por esto, el lema que sintetiza el
ideario liberal, muy conocido y repetido desde su primera formulación en
Francia, es: “laissez faire, laissez passer” (dejar hacer, dejar pasar). De ahí
también el absurdo, o la simple confusión nacida de la ignorancia, de
proclamarse liberal juarista y, al mismo tiempo, enemigo irreconciliable de la
simple actualización moderna de ese liberalismo, es decir, del neoliberalismo.
Los males presentes en las sociedades
gobernadas por el capital no son nuevos ni son responsabilidad exclusiva del
neoliberalismo, como parecen creer algunos. Son resultado de la política
liberal a secas, que viene aplicándose por lo menos desde principios del siglo
XIX en Inglaterra; son los frutos envenenados del laissez faire mencionado,
como lo sabe cualquiera que se preocupe un poco por la historia económica y
social del mundo. Fue Adam Smith, el padre de la economía clásica del capital,
quien formuló, en 1776, en su “Riqueza de las naciones”, el principio angular
del libre mercado: la búsqueda del interés privado –dijo– traerá como
consecuencia inevitable, sin necesidad de la intervención de nadie, como si
todo lo ordenara “una mano invisible”, la prosperidad de la sociedad en su
conjunto.
Dejemos que el mercado y sus leyes
actúen con entera libertad, sostenía Adam Smith; ellos, por sí solos, acabarán
distribuyendo la riqueza e instaurando el bienestar de todos. Así se hizo; pero
los resultados no fueron los esperados. Lejos de ello, la riqueza se concentró
cada vez más, tanto al interior de cada país como entre los propios países, es
decir, a escala mundial; mientras que, en el otro polo, la pobreza se extendía
y profundizaba a extremos verdaderamente irracionales y preocupantes. Este
desigual reparto de la riqueza, de los mercados y de los recursos naturales del
planeta, llevado a cabo por la “mano invisible” del mercado entre las diversas
naciones del mundo, fue la causa fundamental de las dos grandes conflagraciones
mundiales que ha padecido la humanidad. Y no hay que olvidar que esto ocurrió
antes de la aparición del neoliberalismo.
Este mismo fracaso del mercado fue el
que obligó a la aparición de doctrinas económico-sociales discrepantes de la
visión de Smith y su escuela. Una de ellas, la economía marxista, ganó
rápidamente la simpatía de los países pobres y sojuzgados por los países ricos;
y uno de ellos, Rusia, aprovechó la pugna inter-imperialista de 1914-1918 para
emprender el experimento de una economía sobre bases distintas. Este fue el
resultado más notable de la Primera Guerra Mundial, no esperado por los
imperialismos en pugna; y fueron los éxitos iniciales de la URSS los que
forzaron a una revisión y a un atemperamiento de los daños de la “mano
invisible”. Franklin D. Roosevelt, presidente de EE. UU. a partir de 1933, fue
quien ideó y llevó a los hechos el “New Deal” y luego “el Estado de bienestar”
que creó programas e instituciones encargadas de mejorar los estándares de vida
de las masas trabajadoras norteamericanas. El objetivo era apartarlas de la
tentación de pensar en una economía de corte marxista.
Pero el socialismo fracasó. Reagan y
Thatcher otearon a tiempo el colapso de la URSS y decidieron que era momento de
abandonar el capitalismo “suave” de Roosevelt por un capitalismo “puro” y
“duro”, un retorno a los orígenes. ¡Fuera los sindicatos y las mejoras
salariales periódicas! ¡Abajo el seguro médico, la educación gratuita, los
programas de empleo temporal, de vivienda, de servicios urbanos! ¡Alto a las
elevadas pensiones por jubilación y al seguro por enfermedades laborales! Todo
eso encarece la mano de obra y disminuye las ganancias del capital, que por eso
no invierte y la economía no crece. ¡Volvamos a dejar todo a la “mano
invisible”! Que cada quien viva de lo que le proporcione su propio capital
humano y nada más. Esto es el neoliberalismo.
El resultado lo conocemos todos:
concentración más acelerada e irracional de la riqueza; incremento brutal de la
pobreza; polarización creciente de la sociedad; guerras crueles y devastadoras
contra las naciones débiles o rebeldes para imponerles la “democracia” estilo
yanqui; barruntos de una nueva conflagración mundial, esta vez sin vencedores
ni vencidos. ¿Qué fue lo que falló? No hay duda: el mercado, la “mano
invisible” de Adam Smith. Estudios muy detenidos y con cifras irrefutables
demuestran que el mercado no es “racional”, no es “justo” y no reparte la
riqueza. Son muchas sus fallas y no es este el lugar para detallarlas. Pero lo
que sí puede y debe decirse es que esas fallas solo pueden ser corregidas por
una intervención oportuna, bien estudiada y medida por parte de los gobiernos y
de nadie más. Son ellos lo que deben suplir al mercado allí donde este falla.
Pero lo realmente nuevo del
neoliberalismo es, precisamente, que ahora los gobiernos no solo se niegan a
enmendar las fallas del mercado, sino que se suman a las clases ricas para
acelerar juntos la concentración brutal de la riqueza y la universalización de
la pobreza. Los gobiernos dan a los poderosos toda clase de apoyos fiscales,
legales, privilegios y prebendas, bienes de la nación a precio de regalo, etc.,
para ayudarlos a enriquecerse a costa de las mayorías. Esto lo dicen, por
ejemplo, gentes como Krugman y Stiglitz, dos premios Nobel que no tienen nada
de populistas y menos de marxistas. Así las cosas, solo hay dos soluciones
reales al neoliberalismo: o el Estado se decide a regular el mercado sin
sustituirlo, es decir, sin caer en un estatismo que ahuyentaría al capital
privado; o de plano se rompe con el capitalismo en favor de un socialismo
modernizado y corregido. Teniendo en mente la explosiva situación mundial y el
peligro de un enfrentamiento nuestro con el imperialismo yanqui, los antorchistas
nos hemos pronunciado, desde hace rato, por la primera opción. Así se explica
nuestro apoyo al candidato presidencial del PRI y no por lo que dicen nuestros
enemigos.
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