Por: Aquiles Córdova
Morán
El lunes 1 de agosto nos desayunamos con la noticia de
que, contradiciendo las reiteradas promesas del Gobierno en el sentido que no
habría más “gasolinazos” a partir de la reforma energética, e incluso que
habría reducciones apreciables en los precios de los combustibles, habrá fuertes
incrementos en las gasolinas, el diésel y en las tarifas eléctricas. Estos
aumentos no solo impactarán los bolsillos de quienes tienen coche, de quienes monopolizan
el transporte terrestre de carga, el transporte urbano y foráneo de pasajeros y
las empresas que emplean vehículos y todo tipo de maquinaria con motor de
combustión interna, como suelen afirmar los encargados de dar a conocer y de defender
noticias tan poco gratificantes como la del lunes. Tampoco es cierto que el
alza de las tarifas eléctricas solo afectará a los dueños de grandes industrias
y comercios o a quienes usan la luz para iluminar sus grandes mansiones. Estos
aumentos serán el detonador de una alza generalizada de los precios de todos
los productos, incluidos los de amplio consumo popular, y acabarán golpeando a
todos, pero en particular a los estratos de menores ingresos.
No hace falta que se nos suavice el golpe con la muy
manida y desprestigiada cantinela de que se trata “de un ajuste doloroso pero
necesario”; ni que se nos trate de convencer de que las finanzas del gobierno,
muy golpeadas por la caída libre de los precios del petróleo y, últimamente, también
por el fuerte ataque especulativo contra el peso, que lo ha llevado casi al 20
por uno respecto al dólar, se hallan al borde del colapso y de que, de no
tomarse medidas recaudatorias extraordinarias como los aumentos en los combustibles,
el país tendría que declararse en bancarrota e incumplir sus compromisos
internos e internacionales, con daños y consecuencias mucho más graves que las alzas
que se nos anuncian. Por lo que a mí respecta al menos, estoy plenamente
convencido de que la crisis de la hacienda pública es totalmente cierta; y también
de que la salida, cualquiera que sea la modalidad que se escoja, implicará
necesariamente mayores sacrificios para los ciudadanos, puesto que somos la
única fuente de recursos sanos para el gobierno. Más deuda o simplemente poner
a funcionar la máquina de hacer billetes, agudizarían la crisis en vez de
remediarla. No creo, por tanto, que el alza de los combustibles y la
electricidad sea un simple movimiento especulativo de los “ladrones de cuello
blanco” para hincharse de dinero a costa del público consumidor; me parece que
se trata de un argumento efectista pero poco profundo, que simplifica demasiado
las cosas y que, por ello mismo, se torna peligroso en la medida en que hace
creer al público que el remedio es sencillo y rápido: basta con un cambio de
hombres en el poder. Pero también sostengo que los “argumentos” del gobierno
son, si no igualmente simplistas, sí igualmente falsos y manipuladores de la
opinión pública, por cuanto que le ocultan intencionalmente las verdaderas
causas del problema.
La primera falacia radica en la afirmación de que la
elevación de los precios de los combustibles es la única vía que queda al
Gobierno para reanimar las alicaídas finanzas nacionales (escondiendo, además,
que esto se traducirá, tarde o temprano, en un alza generalizada de los
precios). Para que esto resulte creíble, antes debería presentarse un informe
detallado y fidedigno de cómo está repartida actualmente la carga tributaria
entre todos los mexicanos; es decir, demostrar que todos estamos metiendo el
hombro tanto como podemos a la carga financiera del país, o, dicho de otro
modo, que todos estamos igualmente agobiados por dicha carga. Pero yo he
sostenido y sostengo que esto no es así; que la actual política recaudatoria es
totalmente regresiva, inequitativa, por cuanto que descarga su mayor peso sobre
los hombros de las clases de menores ingresos y grava el consumo (el famoso IVA),
un impuesto injusto y regresivo si los hay. El informe completo sobre esta
cuestión dejaría al descubierto el hecho de que las clases de mayores ingresos,
las que se llevan la parte del león de la renta nacional, aportan una cantidad ridículamente
pequeña al erario nacional y, por tanto, demostraría irrefutablemente que sí hay
otro camino para enfrentar la crisis: elevar la tributación de los ricos en vez
del precio de los combustibles.
La argumentación del gobierno es falsa, además, porque
se niega tozudamente a reconocer que la crisis actual, como todos los males sociales
que nos aquejan, nacen del modelo económico neoliberal que nos han impuesto los
poderes fácticos que realmente gobiernan al planeta. ¿Por qué dependemos tanto
de la venta de crudo? ¿Por qué no hemos sido capaces de diversificar nuestra
producción, elevando al mismo tiempo nuestra capacidad para fabricar artículos
de alto valor agregado y ampliar de ese modo los destinos de nuestras
exportaciones? ¿Por qué solo exportamos a Estados Unidos, y solo lo hecho a
base de componentes que previamente compramos en ese país? O como dice Alicia
Bárcenas de la CEPAL, ¿por qué solo somos buenos exportadores de lo que
previamente importamos? Y en lo que se refiere al “ataque especulativo” contra
el peso: ¿por qué somos incapaces de defendernos eficazmente de tales ataques? ¿No
será acaso porque hemos perdido totalmente el control de nuestro sistema
financiero? Es posible, incluso, que la elevación de precios que se ve venir y
que ya empezó con los combustibles, sea una consecuencia de la fuerte
devaluación del peso. En efecto, recordemos que la paridad entre las monedas de
distintos países exige que su capacidad de compra sea la misma dentro y fuera
del país respectivo; de tal suerte que si el peso ha perdido valor frente al
dólar, debe perderlo también dentro del país para ponerse a la par con el
primero; de lo contrario, estaría sobrevaluado y ello frenaría las exportaciones.
Todo lo dicho, y mucho más, es consecuencia del modelo neoliberal que nos ata y
esclaviza a la poderosa economía norteamericana.
En días pasados hablé de la inaplazable necesidad de
una reforma educativa que no es, dije, ni la que está tratando de instrumentar
el régimen actual ni menos la inmovilidad que parece exigir la CNTE en este
terreno, suponiendo que no se trate más bien de un intento de regresión a un
pasado de corrupción e ineficacia. Hoy, ante la crisis fiscal y el alza de los
combustibles, veo la oportunidad de poner de relieve uno de los principios vertebrales
de la reforma educativa de que hablé. Recordemos brevemente algunos casos
emblemáticos sobre el tema que nos permitirán entender mejor la cuestión. Hasta
1870, es decir, hasta antes de la guerra franco-prusiana y de la unificación de
Alemania bajo el puño de hierro de Bismarck, ese país iba a la zaga del
desarrollo capitalista europeo. En menos de 50 años, es decir, en el lapso que
va de 1870 a 1914, Alemania se desarrolló tanto y con tanto éxito que pudo
desafiar al mundo entero en demanda de un nuevo reparto del planeta. Y dos
factores básicos, según los expertos, explican el milagro alemán: el
descubrimiento de los grandes yacimientos de hierro y carbón de la cuenca del
Ruhr y una reforma educativa clara y expresamente pensada para formar los
técnicos, científicos e investigadores que hicieran posible el aprovechamiento de
esa riqueza. Los resultados los conocemos todos. En el mundo de hoy, podemos
escoger dos ejemplos entre los muchos que existen: China y Corea del Sur. Abundan
las estadísticas sobre el crecimiento de la inversión en educación e
investigación en esos países, y también sobre el número de técnicos,
científicos, investigadores y patentes registradas por ellos. Como consecuencia
de esto, China y Corea del Sur son, hoy por hoy, dos de las potencias
económicas emergentes más exitosas y prometedoras del planeta. He aquí
ilustrado el papel decisivo de una verdadera reforma educativa.
Con base en tales ejemplos, es posible subrayar que su
éxito se debe en parte a que sus revoluciones educativas no antecedieron al modelo económico que pensaba crear; por el
contrario, fueron, en todos los casos, posteriores,
nacieron del modelo de desarrollo, del modelo económico y social que se quería
construir y al cual la revolución educativa debería de servir. Fueron
reformas pensadas con precisión y claridad de objetivos, y no algo hecho al
tanteo, a base de ensayo y error para ver qué salía de tales intentos. Pues
bien, el error del movimiento de la CNTE es que se trata de un movimiento
absolutamente gremialista, egoísta (un egoísmo gremial, pero egoísmo al fin),
que carece en absoluto de un proyecto de país; el error de la reforma oficial
es que está pensada para servir al modelo
neoliberal vigente cuyo fracaso y derrumbe es ya una realidad en todo el
mundo y que solo en México lo seguimos agitando como la última palabra de la
ciencia económica. Antorcha propone un modelo de desarrollo y crecimiento
distinto, capaz de crear mucha riqueza, sí, pero capaz también de repartirla equitativamente
entre todos los que la produzcan. Y la “reforma educativa” que proponemos debe
servir, precisamente, a este nuevo modelo económico. El que tenga oídos para
oír, que oiga; y que se acerque a nosotros. Lo estamos esperando para construir
juntos ese mundo nuevo y más justo que México necesita y cuya construcción no
excluye a nadie.
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